• Las guarrerías hipercalóricas atacan de nuevo

    ...esta semana me fui a un conbini y arramplé con un montón de bolsas de patatas y similares para ofreceros el segundo capítulo de "Ay la patatica!" (nombre no-oficial). Curiosamente, esta entrada es justo despues de que Akira pusiera la del katsudon, que es bastante más sana y sabrosa... ..

  • Giseigo y gitaigo o las onomatopeyas del japonés

    Una de las cosas que más me gustan y más gracia me hacen como estudiante de japonés son las onomatopeyas...

    ...formando un vocabulario capaz de expresar una cantidad de cosas realmente sorprendente. Estas se dividen en dos tipos, los giseigo (擬声語) y los gitaigo (擬態語)...

  • Haciendo un buen katsudon (カツ丼)

    ...para mí el mejor katsudon del mundo es el que hacemos en casa, aunque bueno, esto ya se sabe, todo el mundo dice "las croquetas de mi madre son las mejores" y entonces tendríamos miles de croquetas mejores del mundo...

    ...Es un plato que se tarda en hacer, pero en el fondo es bastante fácil...

  • Ay la patatica!

    Llevaba unos dias planeando lo que iba a poner, pero no he tenido mucho tiempo últimamente, y viendo que el amigo Javi ha hecho una entrada similar, pues voy a complementarla.

    Aquí siempre me llaman mucho la atención las distintas bolsas de guarrerías y bollos de las tiendas, y aunque no esta bien guarrear a menudo...

La leyenda de las 1000 grullas de origami


"Las 1000 grullas de origami" por Elsa I. Bornemann.


Naomi Watanabe y Toushiro Ueda creían que el mundo era jóven. Como todos los niños. Porque ellos eran jóvenes en el mundo también, como todos los niños. Pero el mundo era muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toushiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.

Desde que recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: En un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que dominaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a las noticias de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era joven y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.

Y también se estaban descubriendo el uno al otro. Se contemplaban de reojo durante el camino a la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podía atravesar ese imaginario camino de ojos a ojos.

Apenas se intercambiaban algunas frases. El afecto de los dos no buscaba palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a ese niño delgado, que más de una vez se quedaba sin comer por darle a ella la ración de patatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre- le mentía, cuando veía que la niña apenas tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía. -Te dejo mi comida- y se iba a brincar con sus compañeros hasta la hora del regreso a las aulas, para que Naomi no tuviese vergüenza de devorar la racción.

Naomi poblaba el corazón de Toushiro. Se anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le daban ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...

El futuro inmediato de esa primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de Junio, y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los esombreció a los dos: nin Naomi ni Toushiro deseaban que empezasen. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.

A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente a la continuación de las clases.

Acabó Junio, y Toushiro arrancó contento la hoja del calendario...
Se fue Julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del calendario...
Y aunque no lo supiesen: Por fin llegó Agosto!- pensaron los dos al mismo tiempo.

Fue justamente el primero de ese mes cuando Toushiro viajó, junto sus padres, a la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.

Ya no vendían nada. No obstante, sus viejas manos seguían modelando arcilla con la misma dedicación de otra época.
-Para cuando termine la guerra...- decía el abuelo.
-Todo acaba algún día...- comentaba la abuela por lo bajo.

Y Toushiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal y como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.

¿Y Naomi?

El primero de Agosto despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni cosas ni árboles alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.

Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus hermanos dormidos y abrió la ventana de la habitación. Que alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.

El cuatro y el cinco de Agosto los pasó ayudando a su madre y sus tías. Era tanta la ropa para remendar... Sin embargo, esta tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía encontrar el modo de convertir en un entretenido juego lo que resultaba aburridísimo para otras niñas.

Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veinte puntadas podía pedir un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía laboriosa.

Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizase enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su padre, el pedido de que Toushiro no la olvidase nunca...

Y los dos deseos se cumplieron.

Pero el mundo tenía sus propios planes.

Ocho de la mañana del 6 de Agosto en el cielo de Hiroshima.

Naomi ajusta el obi de su kimono y piensa qué estará haciendo su amigo. A la vez, Toushiro pesca en la isla, mientras se pregunta -¿Qué estará haciendo Naomi?

En ese momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que siguen órdenes y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.

Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.

En ella, una madre alienta a su hijo por última vez.
Dos viejas trenzan bambú por última vez.
Una docena de niños cantan: "Donguri-Koro Koro-Donguri Ko..." por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.

Naomi sale para hacer unos recados.

Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.

Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintégran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.

Ya ninguno de los supervivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir de nuevo la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.

Nadie será ya quien era.

Hiroshima arrasada por un hongo atómico.

Hiroshima es el sol, ese 6 de Agosto de 1945. Un sol explotando.




En Diciembre, Toushiro logró averiguar dónde estaba Naomi. Y que aún estaba viva.

Ella y su familia internados en un hospital de una localidad próxima a Hiroshima. Como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviese ahora instalado dentro de ellos, en su propia sangre.

Y para ese hospital marchó Toushiro una mañana. Naomi se encontraba en una cama situada junto a la ventana. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusilla oscura. Sobre la mesa, unas cuantas grullas de papel tiradas.

-Voy a morir, Toushiro...- susurró -Nunca llegaré a doblar las mil grullas que me hacen falta...

Con el corazón encogido, Toushiro contó los que estaban dispersos sobre la mesa. Solo 20 grullas. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.

-Te vas a poner bien, Naomi- le dijo entonces, pero si amiga no le oía ya, había quedado dormida.

El niño salió del hospital bebiéndose las lágrimas.

Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toushiro entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que hasta ese día había allí.

Hojas de diario, viejos cuadernos y hasta algún libro parecían haberse esfumado mágicamente.

En la habitación, Toushiro velaba entre sombras. Abrió el armario, cogió la pila de papeles que había ido recolectando en secreto y volvió a su cama.

La tijera la llevaba oculta bajo sus ropas.

Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, recortó primero 980 cuadraditos y luego los dobló, uno por uno, hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles los que ella misma había hecho.

Cuando amaneció, Toushiro las colocó en su furoshiki y partió rumbo al hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.

-Prohibidas las visitas a esta hora- le dijo una enfermera.

Toushiro insistió: -Solo quiero colgar estas grullas sobre su cama, por favor...

-Pero cinco minutos eh? -Dijo la enfermera, emocionada, después de que él le enseñara las pequeñas aves.

Naomi dormía. Tratando de hacer el mínimo ruído, Toushiro se subió a una silla.

Y en un momento estaban las grullas colgando del techo. Al bajarse, vió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabeza para un lado y una sonrisa en los ojos.

-Son preciosas, Shiro-chan.... Gracias.

-Hay mil,son tuyas, Naomi, tuyas- Y el niño abandonó la sala sin dar media vuelta.

Los ojos de Naomi seguían sonriendo.

La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles aves de papel vencer el horror instalado en su sangre?




Febrero de 1976

Toushiro Ueda cumplió 42 años y vive en Inglaterra. Está casado, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco en Londres.

Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre hay algunas grullas de origami dispersas al azar.

Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de la máquina de calcular.

Grullas surgidas de pañuelos de mesa con impresos de los más sofisticados restaurantes...

Grullas y más grullas.

Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición japonesa.

-Algún día completará las mil... - decían entre risas- Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?

Nadie sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido primer amor.